Nosotros somos españoles (CE-B2)

Cuando estalló la discusión, Teresa Chang todavía estaba peleándose con el pes­cado. Su abuelo, que siempre comía deprisa, sin quejarse de las dudosas habilidades culinarias de su nuera ni dejar una sola hebra de comida en el plato, había terminado ya, y chillaba Sus padres también chillaban, cada uno en un idioma diferente; él en chino; ella, en español, una lengua que su suegro no había llegado a aprender, pero que entendía casi a la perfección. Teresa les escuchaba sin mover una ceja. Ella y sus hermanos estaban acostumbrados a aquel barullo lingüístico y familiar que tanto asombraba a sus amigos del colegio cuando los invitaba a merendar.

-Mi madre es hija de chinos, pero nació en Madrid y no habla chino.

-Mi padre también es chino, y habla español con mi madre y con nosotros, pero en chino con mi abuelo, que vino hace quince años, y que sólo habla chino, pero comprende el español. Nosotros sabemos un poco de chino, los nombres de las cosas más corrientes y eso, así que aquí cada uno habla en lo que le da la gana, y más o menos todos nos enteramos. […]

Sus padres querían comprar el local donde tenían la tienda, hacía muchos meses que hablaban de eso. Teresa les había visto alguna noche haciendo números en la mesa de la cocina. Las hipotecas estaban baratas, eso decía su padre; podemos pagarlo de sobra, eso decía su madre, y si las cosas nos fueran peor, lo vendemos y ya está, concluían los dos muy satisfechos de sus cálculos. Al escucharles todo parecía fácil, debía de serlo, y sin embargo, su abuelo les estaba preguntando si se habían vuelto locos, si no se daban cuenta de que las cosas estaban cambiando, si querían perderlo todo, y mientras chillaba señalaba con un dedo la televisión, detenida en el telediario de la primera.

-No entiendes nada -le dijo su nuera. […] Nadie nos va a echar de aquí, ¿com­prendes?, nadie. Éste es mi país, es mi país, yo nací aquí. […]

Teresa, que ya tenía diez años y era la mayor, no quiso abandonar a su abuelo, que ocultaba la cara con las manos y lloriqueaba a solas, los codos clavados en la mesa.

-¿Qué pasa abuelo? -le dijo.

Él volvió a señalar la televisión. […]

-Esto… -dijo, esforzándose por hablar en un idioma que no era el suyo-. No bueno… No bueno por mí, por ti… Extranjeros.

-Pero ¿qué dices, abuelo? -Teresa se echó a reír-. Si nosotros no somos extranjeros. Nosotros somos españoles, yo soy española, ¿entiendes?

Entonces el abuelo Chang acarició a su nieta con un dedo, resiguió con la yema la línea de sus párpados oblicuos, sus mejillas levemente amarillentas, su brillante melena de pelo negro y lacio. Y Teresa Chang dejó de sonreír, porque un escalofrío nuevo, helado, corrió por su espalda como una culebra turbia y peligrosa.

Almudena GRANDES, El País semanal, «La memoria del abuelo Chang», 22/02/2004